Texto: Cecilio Garza, Embajador de El Himalaya en tu Casa
La realidad en el Techo del Mundo se arriesga a ser rebasada tanto por la fantasía de lo que se cuenta, como por el misterio de lo que se siente.
Sobre los cuatro mil metros las pulsaciones golpean la camisa, la respiración se entrecorta, como de ansiedad, duele la cabeza y lo imaginario que se vuelve escenario, le regala a uno la alegoría de vivir un presente con trescientos años de inmovilidad. El aire purísimo es invisible, el cielo está más cerca y en las planicies se observa la redondez de la tierra, como en alta mar.
En Tíbet, la gente saca la lengua en señal de tímida amistad, cuando un extraño se acerca. Después de tantos años de encierro en sí mismo, en su orografía y en el sistema político que hoy lo envuelve, este Shangri-Lá comienza a abrirse al exterior aceptando al visitante curioso.
Supuse que sería testigo de una cultura metódica y fríamente asesinada. No me pareció así. El Tíbet resiste y hoy irradia su fuerza a otras regiones y culturas. Integración o preservación, sigue siendo el gran debate. Indigenismo cultural oblige. Pero en Tíbet la decisión está tomada: la población se integrará a los Han aunque no quiera. Los intermitentes convoyes militares, los retenes frecuentes que presagian peligro de fugas masivas hacia las fronteras y las casernas omnipresentes a la entrada de las ciudades no han podido controlar el alma lamaísta que añora a su Dalái en exilio y a su Panchen trasladado desde sus tempranos cinco años a Pekín para su correcta educación.
El Dalái no volverá de su exilio en Daramshala, ni las naciones le prestarán más caso que la concesión que le hicieron del Nobel aquel año mismo de Tiananmen. Y aquel al que muchos consideran que ha sido el prisionero político más joven del mundo, el Panchen Lama, tendrá que demostrar la superioridad de su reencarnación para resistir hasta su entronización cuando deje la vida terrena el XIV Dalai quien está en sus cercanos 90 y tenga que encontrar a la reencarnación del siguiente Dalai.
Pero económica y políticamente, todo en Tíbet se origina en y desde el gobierno central. La hora que rige es la misma de Pekín no obstante haber volado más de 4 horas al poniente. Antes esta zona se llamaba Xizang y era grande como la India. Hoy se llama “región autónoma” y le queda solo una tercera parte de aquella grandeza, pues en los años sesenta cuando le otorgaron la autonomía, le compensaron el honor amputándole dos tercios de su territorio, que se repartieron las provincias circunvecinas.
Llegar a Tíbet es, sin duda, llegar a otro cosmos. Solo la bandera roja con estrellas doradas y la presencia del mismo uniforme militar mantiene la idea de continuidad. No obstante, todo aquí, desde el idioma local y su escritura, similar al sánscrito, hasta la vestimenta, la práctica religiosa y la propia raza, pertenecen a orígenes remotos. La fe, fundamento mayor del comportamiento tibetano, es la diferencia mayor con sus connacionales, los Han.
Esta etnia dominante en toda China por esta vez, aquí es minoritaria, aunque han estado presentes en el Tíbet desde 1720. Así que se han dado a la tarea de repoblar esta provincia y velar a sus hermanos tibetanos, principalmente en sus relaciones con el exterior. Aunque con mucha mayor libertad que hace 20 años, los trámites de ingreso son harto laboriosos. Pero Lhasa y su Potala bien valen un trámite chino.
El aeropuerto de Gokhar, situado a más de 100 kilómetros de distancia de la ciudad capital, en la única planicie disponible, es testigo de las primeras reverberaciones cardiacas que baten sienes y muñecas. Se constata la falta de oxígeno y se comienza a hablar poco, quizá de aquí el nacimiento de la profundidad religiosa que adopta el pensamiento como absoluta prioridad.
El trayecto a Lhasa se hace ribeteando un bello río naciente de las nieves del Himalaya y que en Bangladesh será devastador en sus crecientes y por ello temido y venerado con el nombre de Brahmaputra. Del paisaje queda impresa la pureza de la atmósfera que permite ver mejor y más lejos. La magia del país inicia.
Por saludo tradicional de bienvenida le colocan al visitante distinguido una mascada de seda blanca alrededor de la nuca, larga de más de dos metros, que se porta hasta los pies de lado y lado y que le otorga al recién llegado un aire místico y respetable.
Después del registro en el Hotel de tres estrellitas clavadas con más pretensión y esperanza que lujo, un bell boy de estilo antiguo con gorrito cilindrero nos conduce a través de alfombras pachonas de un exaltado color rojo maoísta a nuestra habitación que nos remonta al Mocambo veracruzano de los años cincuenta. Sus 20 canales de televisión, todos emitidos en las provincias Han, nos dan cuenta que el visitante se encuentra listo para la sinizacion tibetana.
Entusiasmados con Lhasa nos disponíamos a salir, sobreponiéndonos a la prevención de nuestros guías-guardias de tomar un descanso prolongado durante la primera tarde y aceptar como los buzos la despresurización e ir adaptando el cuerpo poco a poco a los cuatro mil doscientos metros de altitud. Nos resultó más que evidente desacatar tal recomendación. Hay mucha emoción de estar en Tíbet y esto no puede permutarse por descanso.
Libres de los guías, al descalzarme para cambiar zapatos me recliné ligeramente en la cama y de pronto dejé de saber de mí durante 5 horas. Feliz, transmigro por las alturas tibetanas. El sueño me recompone en algo la respiración, mis pulsaciones y el apetito. Son las diez de la noche, hora de Pekín y el sol brilla en los ocres de las seis de la tarde de una Lhasa llena de vida. Un taxi a Jokhang, la plaza del peregrinaje y del mercado, el lugar del templo y de las masacres en el 59 y al llegar sentimos la animación de bazar que nos sumerge en ríos de multitud que serpentean siguiendo la dirección de las manecillas del reloj. Muchos tibetanos van enjoyados con adornos preciosos en oro, plata, turquesas, lápiz y coral y vestidos en telas multicolores. Los hombres con su trenza hacia arriba, en forma de diadema, las mujeres con su delantal a rayas, símbolo del matrimonio.
Las casadas también llevan el cabello partido al medio trenzado en forma de cuerda unido por detrás y por debajo; cuanto más pequeñas son ellas, más hermosas se las considera. Las solteras usan otra trenza en la parte posterior de la cabeza, llamada dum-che, que se fija al pelo con un broche de plata que portarán todos los días de su vida. Curiosamente, las tibetanas adornan sus trenzas con símbolos de ese mar tan alejado hoy de la zona pero que en tiempos inmemoriales sumergió esta tierra y por eso su campiña alberga caracoles, perlas, turquesas y corales.
Las mujeres tibetanas son robustas y los hombres, débiles, quizá producto de la rarefacción del aire en esa tremenda altitud. A menudo la tierra esculpe a su gente y por ello son las mujeres quienes se encargan de los deberes fundamentales. Cazan, labran y llevan enormes fardos a cuestas hasta a cinco mil metros de altura soportando un frío inclemente y una tierra tan árida que difícilmente produce vida animal o vegetal y a consecuencia de esta superioridad física de las tibetanas, en ocasiones tres o cuatro hermanos se casan con una misma mujer y si nacen niños, eligen a los que quieren como propios.
Saltan las diferencias con los Han. Los dientes son blancos, pero la piel negra. A la propia pigmentación racial, en si más obscura, se añade lo abrasante del sol y la falta de baño. En Tíbet, la ducha es algo poco significativo por lo que la gente puede bañarse únicamente tres veces en toda su vida; al nacer, al casarse y al morir.
Uno de nuestros acompañantes locales, el comercial y socialmente más occidentalizado, nos confesaría (la frente en alto) que su baño podía espaciarse de varios meses. Diez días más tarde, al final de la misión, constatamos que ni guía, ni choferes necesitaron del agua y del jabón. Quizás la pureza del alma y del aire les evite la mundana tentación del diario lavado personal.
Y sin embargo en Tíbet hay agua. Seis de los ríos más caudalosos de Asia se originan del deshielo himalayense, incluidos el santo Ganges y el Yangtse o río tremendo.
Paulatinamente emerge lo sagrado. La energía del lugar acaba por dominar y se va llenando el cuerpo de respeto y el alma de admiración. El techo del mundo posee algo que no hay en otros lados y el Potala es su culminación. Y en esta inundación humana que vive de su fervor al santuario y observa una férrea disciplina teocrática, arrebata la omnipresencia de lo ausente. No hay fotos del Dalái vivo, del reinante. Hay de todos sus antepasados, menos la suya.
Por doquier impresiona el sacrificio de los beatos locales que peregrinan de templo en otro arrastrándose por el estómago en las avenidas en señal de contrición y los centenares de jóvenes y viejos que dedican su día a hacer genuflexiones que inician de pie juntando las manos en la chacra frontal hasta que se avientan al suelo y terminan alargados, tirados con la nariz pegada a los pies de quien los precede.
Los piadosos tibetanos llevan consigo rosarios de madera y en su mano izquierda un cilindro metálico, relleno de papel sagrado con escritura de plegaria, al que por debajo le incrustan un mango de madera para dar vuelta mientras caminan. Son molinos de oración inventados hace siglos para que así recen los analfabetas. “om mani padme hum” repiten a cada vuelta en letanía lamaísta.
El panteón religioso lamaísta hace palidecer al santoral medieval y a la mitología griega. La misma figura puede tener varios nombres y diferentes representaciones, por lo que nuestra cultura lamaísta ha quedado empantanada.
Todo huele a mantequilla de yak. Las velas y la comida están confeccionadas a base de grasa de ese buey de las alturas, pariente del bisonte, condenado por la naturaleza a no poder descender de los tres mil metros so pena de asfixia y muerte. Por eso no puede ser huésped de ningún zoológico en el mundo.
En mi primer contacto con un yak de inmediato le perdí el cariño a la especie. Un pastorcito nómada, me ofreció fotografiarme con su adornada y aparentemente tranquila bestia a cambio de un yuan. A la foto comparecieron la gerente de compras y su asistente que con orgullo de alpinistas (himalayistas, en el caso) posaban para la inolvidable foto cuando el peludo burel se abalanzó sobre el grupo y tiró una cornada que ensarto y deshizo la nueva chamarra invernal de la asistente. La empitonada mujer no pudo ni gritar; quedo lívida pero agradecida de solo haber perdido el traje de luces. La chamarra se zurció en el hotel con una especie de masking tape chino, probablemente también hecho de pelo de yak.
Al final nos dedicamos varios días a las compras tanto de mobiliario, como de accesorios y sobre todo de piezas únicas para NAMUH.

De entrada nos topamos con los negociadores más duros y difíciles de Asia. Razones sobran estando a la mitad de dos culturas comerciales durísimas como son la china y la india. La falta de comercios establecidos nos provocó que comenzáramos a comprar primero la joyería de las mujeres y después ellas mismas nos llevaban a sus hogares para mostrarnos más accesorios.
Como resultado de esa extrema altura y de un clima muy seco, los árboles son casi inexistentes; solo en los valles y en el sudeste bajo del Tíbet pueden encontrarse ejemplares maderables, de tal forma que todo lo relacionado con este material posee un extremado valor.
Debido a ello, a los tibetanos les preocupa poco la clase de madera que utilizan, así sea preciosa o común, pues su foco de atención recaerá en la manera artística en que será pintada y sus vetas ocultadas por leones de nieve, nubes, paisajes o abstracciones geométricas como el símbolo del infinito y otros motivos auspiciosos siempre ligados a la religión.
El final del siglo XX y el inicio del presente ha sido un tiempo excepcional en la historia de la decoración tibetana, porque a pesar de la alta estima que sus habitantes le otorgan a su mobiliario, su mentalidad ancestral no valora tiempo y edad solamente el precio.
Aprovechamos la moda de trocar el mobiliario original de templos y casas por dinero para comprar artículos modernos de corte occidental.
Esta moda coincidió con la apertura de la región al turismo, lo que provocó a su vez el arribo de comerciantes extranjeros con ofertas sin precedente a la gente local, lo cual aunado a un deseo de sus habitantes por actualizar la decoración de casas y templos provocó una desenfrenada actitud de compra venta y trueque de ese mobiliario ancestral legendario y valioso a cambio de otro similar pero moderno.
Das könnte Sie auch interessieren
EL VINO DE BAJA CALIFORNIA: TERROIR Y ENOTURISMO
PREPARA DELICIOSOS RAVIOLES ¡COMO UN PROFESIONAL!
THE VIP DÍA DE LAS MADRES: UNA NUEVA FORMA DE REGALARLE FLORES A MAMÁ